lunes, 3 de julio de 2006

DOCE CAMPANADAS

Publicado en la antología “Voces en las manos,” Autores varios – Editorial Tradinco, 2006

No podía dormir más, sólo lo había logrado por cuatro horas. Eran las siete de la mañana cuando abrió los ojos, empapada en sudor:
-¡ Mierdaaaa, quiero dormir... no puedo de noche, no puedo de día...! – maldecía Emilia.
Menguados rayos de sol se filtraban por las persianas. Las cerró completamente, pero aun así, permanecieron grabados en sus ojos que no cesaban de cobijar diluvios, en ese 24 de diciembre. Torrentes de agua con sabor a sal, le corrían por el rostro ojeroso y apesadumbrado. Lo intentó nuevamente a oscuras, pero fue inútil. Un desasosiego insoportable la invadió. Deseaba salirse de su propio cuerpo pero éste no la abandonaba. Deambuló por la casa con una taza de café negro en la mano. Ni lo probó. El espejo de su dormitorio la reflejó y en un acto irracional, lo arrancó de la pared. El rostro que se asomaba en él no era el de Emilia. La valija continuaba sobre el sillón del living con mangas de camisas para afuera, pedazos de pantalones, el taco gastado de un zapato. La miró fijamente, la detestó. A esa, a la valija “llena de Beatles”, de antiguas quimeras y depositaria de cantares a varias voces, risas de a dos, ya silenciadas. Hacía cuatro meses que yacía ahí, entreabierta, mostrando sus dientes opacos, como queriendo decir algo. Un adiós nunca pronunciado, una explicación de Mauro que pudiera si no conformar a Emilia, por lo menos, hacerle entender su desaparición repentina. Aprehender ese “hasta luego” sin regreso; Mauro...Mauro... y las goteras del alma, su poesía de agua. Con una furia atroz, Emilia había descolgado del ropero, toda la vestimenta de hombre para depositar “el exterior” de su amado en ese “estuche” marrón de cuero con forro de seda, que permanecía inmóvil. Mudo desde hacía muchos meses, escupiendo pedazos de telas muertas. Brazos, piernas, y pies inertes. Debajo de ellos no había piel, nada.
Durante todos esos meses, nadie entró a la casa. Más familia no había y los amigos se cansaron de llegar y no poder entrar a ese recinto con el alma extinguida. El teléfono casi siempre desconectado, permanecía en el más absoluto silencio como autocastigo a algo que Emilia desconocía. El antiguo reloj de pared, propiedad del abuelo de Mauro, sin el menor latido estaba inmutable, vegetaba. Las jubilosas campanadas habían fenecido y sus brazos desalentados mirando para abajo, impávidos, marcaban siempre las cinco y media de algún crepúsculo.
El desorden imperaba en todos los ambientes y rincones de la morada, como en el pensamiento de su dueña. Papeles, libros, fotos, alguna prenda de ropa por el piso y la lámpara verde de pie torneado que Mauro le había regalado, desmayada sobre el piso. Un mes en estado inconsciente, sin que Emilia la levantara. En el decorrer de su constante insomnio, apenas si tenía la voluntad de levantarse, ir a su trabajo y volver a ese lugar que ya no era su hogar, simplemente cuatro paredes enmudecidas. Trabajaba sola, acompañada siempre por un humeante café al que ya no le sentía ni sabor y sus infaltables cajas de cigarrillos, cuando las mañanas, las tardes y las noches le torcían el brazo. Sólo la radio, algunas veces viva para no aturdirse tanto con los silencios, le recordó que era 24 de Diciembre y que se aproximaba la Nochebuena. Un pequeño impulso de armar el árbol de Navidad la sobresaltó.
- Pero ¿para quién? – se preguntó.
Sacó de arriba del ropero la caja donde lo guardaba y comenzó a darle vida, hasta que algo de color y formas brillantes volvieron a iluminar el living.
La heladera, con ánimo desganado reposaba su desnudez. Decidió llenarla de colores y aromas. Salió a la calle en busca de ellos. Estaba desierta. Miró a ambos lados, nadie se divisaba. Caminó dos cuadras, tres, diez.
Nadie. Sólo un perro tirado debajo de un árbol mustio. Entró al bar de la esquina. Observó algunas tazas y platos sucios, pegoteados de grasa pero no quejumbrosos. Ni dueño, ni empleados, nadie. Después se dirigió al supermercado. Lo mismo que caminar descalza por el Sahara. Se aproximó a algunas ventanas, miró para adentro. Sólo mutismos, muebles insonoros, nada. Tocó timbre, nadie acudió. Parada en medio de la calle, gritó. Sin respuesta. Ni una sola voz, un ruido, una risa, un lamento.
Corrió de un lado a otro, con la respiración entrecortada, estremecida y en la mayor mudez del universo. Escuchó el ladrido del perro que le contestaba. El único ser vivo...lo abrazó.
Y el árbol de Navidad, ¿para quién?.
Sin rumbo fijo, aturdida por el impacto del desamparo, llegó a la rambla. Permaneció largo rato mirando el mar. Plácido, azul inconmensurable. Se dirigió lentamente a la orilla con sed de tocar el agua, empapar su rostro, Sobre la faja de arena mojada, esperó que el mar le acariciara los pies. Pero el mar no llegó. Se hincó y extendió su mano, deslizó sus dedos sobre la superficie; no había agua. Sólo piedra, sólo arena, una enorme masa de lapislázuli solidificada. Ningún movimiento, la más mínima agitación, sólo la percepción de rígido azul. Clamó al cielo. Ni un ave cantó.
Deambuló varias horas, hasta que se hizo la noche. En ese delirio aturdidor de tanto silencio, sin brazos ni manos que se abrieran para un cálido abrazo, sin voces que llenaran los ruidos de la calle, perdió su rumbo. El tiempo había quedado retenido, como acorralado en la garganta de un reloj de arena. Emilia caminó, intuitivamente giró, giró, giró. Finalmente estaba otra vez en la puerta de su casa. Puso la llave en la cerradura, entró y respiró bien hondo. Recorrió despaciosamente con la mirada todo el interior y poco a poco, observó....
La lámpara verde estaba encendida, vertical, luciendo el cuerpo torneado en toda su magnificencia. Al pie del árbol de Navidad, yacía un libro de poesía. El sillón descansaba plácidamente, ahora vacío de aquel “estuche” de cuero marrón. En su dormitorio, la ropa de la valija, caía lacia en cada percha del armario. El reloj de pared dio las doce campanadas de la Nochebuena.
A sus espaldas, una voz amada pronunció su nombre.


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