Sexto año
Cuarenta primaveras después, la
esquina de la escuela “Evaristo Ciganda” sigue teniendo los ojos azules y el
pavimento rubio. Jorgito, no era del barrio. Vivía cerca del
Estadio Centenario y tomaba el 174 para asistir a la escuela. A la salida, corríamos por el callejón
lateral para ganar un atajo directo a la parada de ómnibus. En esos días concretamos nuestra primera
cita: ir al cine a ver la película “Romeo y Julieta”. Y fuimos, escapados, como dos adultos
haciendo cosas de niños.
En cada primavera paso por la
puerta de la escuela. Observo su fachada
gris que continúa albergando un bochinche atemporal y una algarabía que no le
permite envejecer. Continúo la marcha
hasta la parada de ómnibus. Esa esquina sigue siendo la
misma. A pesar de que el 174 con destino Lezica o Colón continúe su
marcha con un pasajero menos, y el pavimento nunca más, se tiña de rubio.
Aunque Jorge ya no esté.
Aunque lo siga nombrando desde el borde de su
ausencia.
Aunque el SIDA le haya cerrado para siempre,
sus ojos azules.
Dentro de 300 años, ¿será?
Avances
tecnológicos
Alicia le apostó a Dorit que dentro de trescientos
años los hombres serían más tristes, más amargados y que jamás sonreirían. Para que el juego tomara vigor, acordaron que
quien no tuviera razón, debía pagar con su vida. Dorit ingresó a la habitación “Congelatius A”
y Alicia a la “Congelatuis B”.
Activaron los dispositivos para despertar en trescientos años.
Cuando lo
hicieron, observaron que los hombres reían, bailaban, abrazaban y las calles
estaban pintadas de hermosos colores con guirnaldas. Todo era fiesta y música. Alicia debía cumplir con lo pactado. Entró
al cuarto ayuda-suicidios. Su
amiga la vio morir. Le dio pena haberla traicionado. Dorit no le temía a la
muerte, pero sí a ser una perdedora.
Había programado su despertar para
un día antes. La tecnología de
los hologramas había avanzado a tal punto que pudo crear esa virtualidad
falsa.
Sigamos con una historia bien “dark”
Club
privado
Los inviernos ventosos son los mejores para los
encuentros. Es preferible que corra
aire. Reduce un poco el mal olor, aunque
ya no les lastima el olfato: están
acostumbrados.
Se asoma un extraño. Uno de los socios le larga los perros. Le arrancan las piernas.
“¡Imbécil, fue demasiado!”, rezonga el
Presidente.
Imprescindible ahuyentar curiosos, pero no
somos asesinos.
Como cada mes, los cofrades depositan sus
“aportes” con sutil rivalidad. Dedos
blancuzcos, un cuello, algunos
pies, hasta grasa de lipo aspiraciones.
Todo es útil. No sé cómo es en otros
sitios, pero la necrofilia es una pasión muy nuestra.
La realidad supera la
ficción, enfermeros uruguayos y asesinos
en acción…
Ángeles de
la muerte
—Che, éste
ya hizo “viajar” a la paciente de la cama 12.
—¡Si hoy le
daban el alta!
—Sí, pero
estuvo requiriendo demasiada atención.
—¿Cuándo
van a parar? Un día de éstos caemos por encubrimiento.
—No creo, en siete años jamás hubo una sospecha.
—Siempre
hay una primera vez.
— ¿Van como
doscientos, no?
—Algo así,
contando los de acá y los de “La
Española ”.
—Con
morfina es mejor que con aire en la sangre.
—Bueno…cada
uno tiene su método, pero ya quiero salir de esta mierda.
—Tranquila,
siempre podrán decir que fue por piedad.
¿Y si jugamos?
Semidioses
Adorábamos la idea de introducirnos al
laberinto de una isla llamada Creta, que no teníamos idea dónde era. La dibujábamos con tiza en las baldosas de la
vereda o en los patios de nuestras casas.
Con espadas de madera, escudos- tapas de
cacerola y polleras largas ensayábamos cada semana cómo capturar al
monstruo. Kiko con cuernos de marfil y
por ser el más grandote, representaba al
Kiko-tauro.
Los admiradores de Teseo, éramos Roberseo,
Carlitoseo, Lauraseo y Dianaseo. La misión: matar al Kiko-tauro e impedir los
sacrificios humanos de siete jóvenes y siete doncellas que cada año eran su
alimento. Con las armaduras prontas, y
la nave lista para zarpar, emprendimos el viaje por aguas del Egeo. “¿Y quien
os creeis que sois para invadir mi reino? ¿Acaso habéis venido a
derrotarme?” dijo la bestia
abalanzándose. Invocamos a Apolo, a
Zeus, para que nos salvara. Debíamos
alcanzar la nave y regresar. Corrimos
sin respiro y ascendimos. Cuando Carlitoseo estiró su pierna para subir, las
islas del Egeo se borraron de las baldosas y de
los patios de nuestras casas.
Aquella infancia de conquistadores griegos terminaba para siempre y ese
día, el auténtico Minotauro tuvo su mejor almuerzo: Carlitos.