lunes, 24 de agosto de 2009

Algunos de mis micro cuentos.

Comencemos recordando el primer amor…

Sexto año
Cuarenta primaveras después, la esquina de la escuela “Evaristo Ciganda” sigue teniendo los ojos azules y el pavimento rubio.  Jorgito, no era del barrio. Vivía cerca del Estadio Centenario y tomaba el 174 para asistir a la escuela.  A la salida, corríamos por el callejón lateral para ganar un atajo directo a la parada de ómnibus.  En esos días concretamos nuestra primera cita: ir al cine a ver la película “Romeo y Julieta”.  Y fuimos, escapados, como dos adultos haciendo cosas de niños.
En cada primavera paso por la puerta de la escuela.  Observo su fachada gris que continúa albergando un bochinche atemporal y una algarabía que no le permite envejecer.   Continúo la marcha hasta la parada de ómnibus.  Esa esquina sigue siendo la misma.  A pesar de que  el 174 con destino Lezica o Colón continúe su marcha con un pasajero menos, y el pavimento nunca más, se tiña de rubio. 
Aunque Jorge ya no esté.
Aunque lo siga nombrando desde el borde de su ausencia. 
Aunque el SIDA le haya cerrado para siempre, sus ojos azules.   


Dentro de 300 años, ¿será?

Avances tecnológicos
Alicia  le apostó a Dorit que dentro de trescientos años los hombres serían más tristes, más amargados y que jamás sonreirían.  Para que el juego tomara vigor, acordaron que quien no tuviera razón, debía pagar con su vida.  Dorit ingresó a la habitación “Congelatius A” y Alicia a la “Congelatuis B”.   Activaron los dispositivos para despertar en trescientos años.
Cuando lo hicieron, observaron que los hombres reían, bailaban, abrazaban y las calles estaban pintadas de hermosos colores con guirnaldas.  Todo era fiesta y música.  Alicia debía cumplir con lo pactado.  Entró  al cuarto ayuda-suicidios.   Su amiga la vio morir. Le dio pena haberla traicionado. Dorit no le temía a la muerte, pero sí a ser una perdedora.  Había programado su despertar para  un día antes.  La tecnología de los hologramas había avanzado a tal punto que pudo crear esa virtualidad falsa. 


Sigamos con una historia bien “dark”

Club privado

Los inviernos ventosos son los mejores para los encuentros.  Es preferible que corra aire.  Reduce un poco el mal olor, aunque ya no les lastima el olfato: están  acostumbrados.
Se asoma un extraño.  Uno de los socios le larga los perros.  Le arrancan las piernas.   
“¡Imbécil, fue demasiado!”, rezonga el Presidente.   
Imprescindible ahuyentar curiosos, pero no somos asesinos.   
Como cada mes, los cofrades depositan sus “aportes” con sutil rivalidad.  Dedos blancuzcos, un cuello,  algunos pies,  hasta grasa de lipo aspiraciones. Todo es útil.  No sé cómo es en otros sitios, pero la necrofilia es una pasión muy nuestra.  


La realidad supera la ficción,  enfermeros uruguayos y asesinos en acción…

Ángeles de la muerte                        

—Che, éste ya hizo “viajar” a la paciente de la cama 12.
—¡Si hoy le daban el alta!
—Sí, pero estuvo requiriendo demasiada atención. 
—¿Cuándo van a parar? Un día de éstos caemos por encubrimiento.
—No creo,  en siete años jamás hubo una sospecha.
—Siempre hay una primera vez.    
— ¿Van como doscientos, no?
—Algo así, contando los de acá y los de “La Española”.
—Con morfina es mejor que con aire en la sangre.
—Bueno…cada uno tiene su método, pero ya quiero salir de esta mierda.   
—Tranquila, siempre podrán decir que fue por piedad.    
    

¿Y si jugamos?
Semidioses                   

Adorábamos la idea de introducirnos al laberinto de una isla llamada Creta, que no teníamos idea dónde era.  La dibujábamos con tiza en las baldosas de la vereda o en los patios de nuestras casas. 
Con espadas de madera, escudos- tapas de cacerola y polleras largas ensayábamos cada semana cómo capturar al monstruo.  Kiko con cuernos de marfil y por ser el más grandote, representaba al  Kiko-tauro.  
Los admiradores de Teseo, éramos Roberseo, Carlitoseo,  Lauraseo y Dianaseo.  La misión: matar al Kiko-tauro e impedir los sacrificios humanos de siete jóvenes y siete doncellas que cada año eran su alimento.  Con las armaduras prontas, y la nave lista para zarpar, emprendimos el viaje por aguas del Egeo. “¿Y quien os creeis que sois para invadir mi reino? ¿Acaso habéis venido a derrotarme?”  dijo la bestia abalanzándose.  Invocamos a Apolo, a Zeus, para que nos salvara.  Debíamos alcanzar la nave y regresar.   Corrimos sin respiro y ascendimos. Cuando Carlitoseo estiró su pierna para subir, las islas del Egeo se borraron de las baldosas y de  los patios de nuestras casas.  Aquella infancia de conquistadores griegos terminaba para siempre y ese día, el auténtico Minotauro tuvo su mejor almuerzo: Carlitos.