Primer premio en el 5to Concurso de Poesía y cuento,
Casa de la Cultura de la Intendencia Municipal de la ciudad San José (Uruguay) - 2007
Durante horas intenté entrar. La puerta estaba cerrada con llave y la ventana del piso de arriba con tranca de seguridad. El olor a madera de la puerta me pareció raro, porque nunca antes lo había percibido. Quizá, mi olfato despertó de golpe. Cuestión de esperar... lo curioso era que Mariana no hubiese venido a visitar a Guillermo. Ella jamás faltaba a su visita de los jueves. ¿Acaso no era jueves?
La casa parecía vacía; sin embargo, estaba segura de que Guillermo permanecía adentro. Desde afuera, mis fosas nasales se impregnaban con el perfume de su piel. No había signos de movimiento y un silencio apesadumbrado me rodeaba en medio de nobles fragancias de glicinas y rosales, más florecidos que nunca.
Seguía aguardando, mientras recorría imaginariamente cada rincón de mi hogar. Muebles, alfombras, adornos, utensilios, libros... podía recordar exactamente la forma y el origen de cada uno de ellos. Pero sobre todo, el olor de cada cosa. El olor de esos objetos palpables mezclados con los de cada comida que preparé; el tufo de los aderezos que Mariana, Paula y Rossina agregaban con frenesí, el aroma de las flores del jardín y el perfume de la piel de Guillermo. Todos esos efluvios, se entremezclaban en un olor único, inexistente en la vida. Un solo aroma que abarcaba a todos los olores del Universo y que estaba segura jamás nadie pudo sentir.
¡Ah... la piel de Guillermo! La sentía, la olía, la palpaba, y al recordarla, una embriaguez maravillosa me nublaba la mente y me elevaba hasta un sitio seguramente no terrenal. Así fue, durante treinta años.
Los faros me encandilaron. Finalmente, Mariana llegó y me desbordó la alegría de volver a ver a mi hija mayor. Estaba confusa, no pude precisar cuánto tiempo hacía que nos habíamos visto por última vez. Me acerqué sigilosamente y seguí sus pasos hasta la puerta de entrada; seguramente percibiría mi presencia. Esperaba un giro de cabeza, un quedar frente a frente, unidas por el hilo invisible de la mirada diáfana. Pero no sucedió así. La puerta quedó entreabierta por unos segundos, mientras Mariana intentaba identificar el paradero de su padre. Ese fue el momento que aproveché para deslizarme puertas adentro. Por fin lo había logrado.
Se dirigió a la cocina, donde estaba Guillermo. Me quedé en el living, expectante. Pude escuchar sus voces, sus inflexiones de alegría ante el encuentro.
Guillermo adoraba a su primogénita, era la más parecida a él, por la firmeza de carácter, una visión optimista de la vida, la seguridad de sus convicciones y la generosidad ilimitada que profesaban hacia el prójimo desvalido, basados en la lucha por la justicia social. Eran Sociólogos y Asistentes Sociales por auténtica vocación.
Paula y Rossina, en cambio, se parecían más a mí. Una sensibilidad exacerbada por el arte en todas sus manifestaciones, impulsó a Paula a dedicarse a la escultura y a Rossina a ser actriz. Exitosas en sus profesiones; lo que más nos preocupaba a Guillermo y a mí era que fueran felices. Ninguna se casó, por lo menos hasta el último día que las vi.
- El matrimonio no siempre es un sendero seguro hacia la felicidad. - decía Paula.
Sin embargo, el nuestro fue un pasaporte legítimo sellado por la confianza, el compañerismo y la pasión más abrasiva que puede envolver a dos seres humanos y por momentos convertirlos en uno solo.
Guillermo solía decirme que no le perdonaría a Dios, morir después que yo. ¿Lo habrá perdonado?
Olor a pollo al horno con papas y boniatos.
Guillermo está cocinando. Pronto será la hora de cenar y no me cuesta nada adivinar cada movimiento de mi adorado esposo, en nuestra espaciosa cocina. Siempre fue el centro de las reuniones familiares. El lugar donde alimentaba a mi familia, donde les enseñaba mis más reservadas “recetas” respecto a la visión que tenía de la vida en general, y a cómo hacer el mejor lemon-pie, o la mousse de chocolate, en particular.
Esas eran mis especialidades.
Timbre. Guillermo cruza el living hacia la puerta de entrada. Lo sigo con la mirada desde atrás del sillón. No me ve; la emoción es indescriptible.
Deseo que me mire, que me reconozca. Me asombra ver su cabeza totalmente blanca, sus pasos son más lentos y los movimientos menos ágiles, pero sigue conservando el porte y la elegancia de siempre. Fue suficiente verlo unos pocos segundos para comprobar que la admiración y el amor que sentía por él permanecen intactos.
Paula y Rossina entran y se confunden los tres en un abrazo. Rossina trae de la mano a un niño de cuatro o cinco años aproximadamente. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido? ¿Me habré perdido el momento de ser abuela?
Olor a lemon-pie. Mariana es quien lo prepara mejor. Toda la familia junta para la cena. Estoy feliz, por fin he regresado.
Mariana convoca a sentarse a la mesa. Me quedo silenciosa cerca de la puerta de la cocina, escuchando sus voces, sus conversaciones.
- Papi, ¿porqué no te mudas a un apartamento más chico? La casa es enorme para vos solo y es mucho trabajo mantenerla. - dice Rossina.
- No querida, no me iré. Aquí fui feliz y aquí moriré. Es el único lugar del mundo donde puedo sentir la presencia viva de tu madre.- enfatiza Guillermo.
Inmensa alegría saber que todavía me ama y que mi recuerdo vive en él.
Subo las escaleras; voy al dormitorio. Estoy ansiosa por volver allí. Absolutamente todo está igual que la última vez. Entonces veo el reloj sobre la mesa de luz. No es la hora lo que me llama la atención, sino el calendario: 24 de febrero de 2000. Es el cumpleaños de Guillermo. Me he perdido ocho cumpleaños.
Me pregunto por dónde habrá transitado mi alma en los últimos años, y si tuve algún contacto humano en todo ese tiempo. Es un espacio en blanco. Solamente recuerdo el día que estando en mi cama, cerré los ojos por última vez; y el día de hoy, que sin saber de qué manera, aparecí en el jardín de entrada de la casa. Tiempo sin tiempo, sin aromas ni fragancias. Nada.
El olor de las plumas de nuestro edredón penetra en mi nariz y es un llamador a zambullirme en la cama, y acurrucarme sobre él para disfrutar de su textura. Está tan mullido y placentero como siempre. Nunca antes había sentido el olor de las plumas. Debo haberme quedado dormida, porque no oí a Guillermo entrar en la habitación. Despierto cuando percibo sus manos acariciando mi cabeza, levantándome suavemente en sus brazos y apretándome contra su pecho. De esa forma, mientras me habla cariñosamente, aferrada a él con uñas y dientes, me lleva a la cocina, donde todavía está reunida el resto de la familia.
Tiemblo como una hoja; finalmente veré a mis hijas y ellas a mí, seguramente sin reconocerme. A medida que nos acercamos puedo percibir el perfume de la piel de cada una de ellas, mezclado con el olor de los restos de la comida y de cada objeto de la casa que se cruza en nuestro camino. Vuelven a conformar un efluvio único, inexistente.
Allí estamos, frente a frente, por fin.
- Este es el mejor regalo que han podido hacerme. Supongo que quisieron darme una sorpresa de cumpleaños y por eso la llevaron a mi dormitorio. - dice Guillermo.
Mis hijas se miran entre sí, asombradas, y finalmente asienten. Es mejor así; no quebrar la ilusión, si eso lo hace sentirse bien.
El niño corre hacia nosotros; sus deditos me acarician y un aroma a piel totalmente fresco y nuevo penetra en mi nariz.
- ¡Qué linda gatita, abuelo! - exclama.
Y yo feliz como nunca, no sólo por haber regresado - no importa de qué forma - sino porque ahora tengo siete vidas más para amar a Guillermo.
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