Mención en el Concurso de Cuentos “50 Aniversario del Club Banco Hipotecario” - 2005
“Es preferible morir a odiar y temer:
es preferible morir dos veces a hacerse odiar y temer."
Federico Nietzsche
El único que conocía la predilección de Ursula por las rosas amarillas era Juan.
Aquel sábado después de remolonear en la cama como era habitual, la mujer se levantó. Sin prisa, el día la aguardaba saboreando la llovizna que prometía un aguacero furioso. Se dejó envolver por aquella sugerida musicalidad del goteo permanente sobre los ventanales que daban a una rambla desierta. Otro fin de semana solitario le pesaba sobre el cuerpo y paradójicamente, le empapaba de armonía el alma. Esa armonía por la que había pagado un alto precio.
Con la ausencia de Juan se respiraba aire puro; cálidos vientos de libertad que apaciguaban la ira de los volcanes interiores de Ursula.
Esa mañana no esperaba a nadie. Pensaba en cuántos años hacía que no escuchaba el sonido de su propia risa. Necesitaba oírse. Entonces emitió una carcajada imponente en medio del living atiborrado de muebles estilo isabelino y gruesos cortinados rojos que se expandían en los flancos de simuladas pilastras góticas que algún diseñador había indicado pintar de ese mismo tono. Rojo...el color del interior de los cuerpos.
Alguien tocó a la puerta. No divisó ser humano alguno. Sobre el portón de
entrada distinguió el color amarillo sobre el césped. Atravesó el jardín espeso,
repleto de alelíes y dalias. Levantó la rosa amarilla que yacía sobre el piso sosteniendo la transparencia de algunas gotas que le daban vida. Una nota prendida a la flor, decía: “ Faltan cuatro semanas para reunirnos para siempre”.
Ursula no se inquietó demasiado. Supuso que se la dejaron por error o que era una broma de mal gusto. ¿Una broma de quien? Sólo Juan conocía su predilección por las rosas amarillas.
La puso en un florero sobre la mesa de la cocina y olvidó su existencia. Al día siguiente, durante el desayuno, la asaltó una sensación inexplicable. No estaba sola, alguien más estaba ahí, justo detrás de ella soplando en su nuca. Esa presencia la persiguió por toda la casa. Atemorizante, pegajosa. Igual que Juan cuando regresaba de sus noches de borrachera y se le metía en la cama, aplastándola con sus capas de piel grasientas y aquel aliento fuerte que emanaba de resoplidos jadeantes sobre la piel tersa de su cuello. Tantas veces el cinturón del hombre había hecho surcos sobre la espalda de Ursula, que la pobre quedaba tumbada en la cama. Sin oponer resistencia se retorcía de asco cuando sentía contra su voluntad, su vagina brutalmente invadida.
El siguiente sábado otra rosa amarilla fue depositada; esta vez, en la puerta de entrada. En la nota se podía leer: “Faltan tres semanas para reunirnos para siempre”.
Inmediatamente, la tiró a la basura y a ésta, lejos de su casa. No acudiría a la policía; eso era seguro. ¿Cómo explicar que alguien invisible la seguía por la casa resoplando en su nuca y marcándole plazos para la muerte en la fragilidad de una
rosa amarilla?
Pocos días después, recibió la visita de dos hombres con uniformes de policía.
- Buenos días. Queremos hablar con Juan Losada.
- Mi marido no está. Abandonó la casa y viajó a Paraguay. No tengo idea de su paradero. Nos separamos.
- Que conveniente para él, ¿no?.
- ¿Por qué lo buscan?
- Recibimos una denuncia en su contra por la violación de una menor de edad. La ultrajaron ayer.
- ¿Ayer? No puede ser. ¿Dijo ayer?
- Así es.
- Lamento, pero no los puedo ayudar.
Ursula conocía la inclinación de su marido por la carne fresca e inocente. No era la primera vez. Le hubiese encantado que pagara por sus vejámenes. Justamente ahora, el culpable no podía ser Juan.
La tercera rosa llegó a la mesa del comedor, con la acostumbrada nota: “Faltan dos semanas para reunirnos para siempre”. La mujer se encerró en el dormitorio. Se aprovisionó con algunos víveres, lo mínimo indispensable para sobrevivir unos días. Ya casi no toleraba alimento alguno. Desconectó el teléfono, cerró las ventanas y tomó una dosis más fuerte de pastillas para dormir que la habitual. Sus únicas salidas eran al baño. Cada vez que lo hacía la misteriosa presencia se instalaba sobre sus hombros, resoplándole aire caliente de aliento alcohólico en el mismo lugar de siempre, la nuca. Se sumaron las voces. Gritos que taladraban su cerebro repitiendo lo mismo: ¡falta poco, falta poco!
El estallido final de la mujer, sobrevino con la cuarta rosa. Esta vez, depositada sobre la almohada. “Mi amor, sólo falta una semana más. No veo la hora de reunirnos para siempre. Tuyo, Juan”.
Un grito despavorido retumbó en las paredes de la mansión, mientras desquiciada arrojó al piso todo lo que encontraba en su camino haciéndolo trizas. Corrió al jardín trasero y se paró en el lugar exacto. Tomó una pala y cavó. Con fuerza sobrenatural, cavó. Bien profundo, cavó. ¡El cuerpo de Juan no estaba! ¿Cómo podía haber desaparecido si ella se había asegurado de enterrarlo bien?
Un viento sádico de aire caliente envolvió su cuello y espalda empujándola dentro de la fosa. Algunas paladas de tierra comenzaron a cubrirla poco a poco, mientras su mirada desorbitada seguía la danza de una última rosa amarilla que lentamente caía en dirección a su pecho.
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