Seleccionado por la Editorial Ábaco de Madrid, para la publicación colectiva del libro “Pequeños grandes cuentos” - 2007
El ingeniero Gastón Ferreira salió del apartamento de Amanda un jueves de lluvia torrencial del mes de agosto. Antes, se habían amado con el fuego de los astros que habitaba en sus cuerpos, hasta derramar el “llanto” blanco de su lirismo. Exhaustos, ella insistió en que se quedara. Había ingerido más alcohol que de costumbre y no convenía conducir en aquella noche tormentosa. Gastón insistiendo en que se encontraba bien, se visitó y se dirigió al ascensor.
En la intimidad era el mejor de los amantes, cariñoso e inigualable. En su vida de todos los días, una piedra, un ser hermético incapaz de demostrar emoción alguna. Rodeado de gente que le servía en sus necesidades, el trato era distante y frío con todos.
Presa de un extraño presentimiento, Amanda lo despidió en la puerta con una inexplicable mirada de música invisible.
El ingeniero apretó el botón del sub-suelo para dirigirse a la cochera a buscar su auto. Abrigó una fuerte opresión en el pecho y se recostó sobre la pared del fondo del ascensor; la respiración intermitente, los ojos entrecerrados.
El viaje se le hizo largo. Los veinte segundos que más o menos demoraba el elevador en descender desde el noveno piso al subsuelo se transformaron en largos minutos. Continuaba bajando y bajando sin parar. Hasta que se detuvo. La puerta se abrió y un señor vestido de traje y corbata roja le dijo:
- Bienvenido ingeniero. Me llamo Juan José y soy su programador personal. Estoy a sus órdenes.
Con la distancia habitual hacia el resto de los seres humanos, Gastón se introdujo a un gran salón iluminado, con cortinados multicolores por donde entraba toda la generosidad del sol incandescente de la mejor mañana de un mes de enero. Ni rastros de tormenta, ni del frió de aquella noche que había terminado para él hacía pocos minutos.
Miró a sus costados, filas de hombres con túnicas blancas o rojas desfilaban guiados por otros hombres de trajes grises y corbatas rojas. No se inmutó.
- Como le decía ingeniero, estoy a su disposición para cumplir sus deseos.
- ¿Qué le gustaría para hoy?
- No se... que puedo pedir?
- Supongo que estará cansado y querrá un día entero para dormir cómodamente.
- Sí, eso, quisiera dormir muchas horas sin parar.
- ¿Dónde le gustaría descansar? En un hotel común, o mejor en uno lujoso, con colchón de agua, yacuzzi y ¿quizá una masajista para cuando despierte?
Gastón nunca fue hombre de gustos extravagantes, pero ante este ofrecimiento se sintió animado.
- ¿Sábanas de seda, de algodón, desayuno brasilero? -
- Sí, de seda. Y un desayuno abundante. -
- Muy bien déjeme arreglar todo y en pocos minutos lo vendrán a buscar para llevarlo al hotel.
Todo lo prometido se cumplió al pie de la letra. Al día siguiente, Juan José volvió a preguntarle cuál era la programación que ansiaba para ese día. Gastón escaló la montaña más alta, durmió en una cabaña exótica y tuvo su masaje como el día anterior.
Continuaba observando que en el salón sólo había hombres de túnicas blancas o rojas. La suya era blanca. Preguntó a Juan José por qué no se veían mujeres en el salón y a qué se debían las túnicas de uno u otro color. El hombre le contestó que no podía responder preguntas. Su misión era solamente cumplir sus deseos a la perfección y le hizo una advertencia: no estaba permitido el diálogo entre los allí presentes.
La siguiente aspiración de Gastón fue hacer un crucero de tres días por el Caribe, con abundancia de whisky, langosta, mejillones y todos los frutos de mar posibles. También bucear por las transparentes aguas para entreverarse con las distintas especies de peces turquesas, fucsias y naranjas que allí habitaban. Y después la bella masajista para redimir su cansancio de tanta actividad náutica. Mientras disfrutaba de su masaje nocturno, comenzó a sentirse envuelto en esas caricias que recorrían su cuerpo y le enardecían la carne. Intentó entonces acercar su sexo a la rubia esbelta para atraerla hacia su abrazo.
- No, de ninguna manera ingeniero. Esto no estaba previsto. No podemos apartarnos del programa.
De regreso al “salón de los deseos”, Juan José quiso saber que quería esta vez, para el día siguiente.
- Nada, para mañana no deseo nada. Simplemente pasar un día común, de esos que podríamos llamar mediocres o rutinarios. Voy a salir a la calle a caminar.
- Bueno podemos programar que por unas horas no ocurra nada y usted simplemente camine por la calle.
- No, no quiero que me programe nada. Quiero salir solo, tal vez encontrar a alguien y conversar. Quizá toparme con un amigo e invitarlo a tomar un café.
- Podemos programar que a determinada hora se cruce con un hombre que le acepte tomar ese café.
- ¿Es que no entiende que quiero hacer algo por mi mismo? Que el azar determine lo que tenga que ocurrir. Quiero ir a mi estudio, trabajar en un proyecto que no finalicé. Deseo inventar, crear algo, y sentir la satisfacción de mi propio esfuerzo. También quiero aburrirme algunas horas, y recordar los besos de Amanda. Ir a su apartamento y confesarle que la amo. Visitar a mis hijos, decirles que los quiero porque jamás se los dije ni se los demostré.
- No, nos estamos entendiendo Gastón. Usted está aquí no para hacer lo que quiera y mucho menos para realizar lo que no hizo antes, cuando eso era posible. Ya es tarde para expresar amor por su amante, sentimientos por sus hijos y para disponer de su día a su antojo. Usted está aquí para ser feliz con su propio cuerpo y mente. Puedo brindarle todo lo que no tuvo en vida, aquello que le pareció inalcanzable; nada que se relacione con los seres que habitaron su pasado, ni con los afectos y mucho menos con el amor que no supo demostrar.
- ¿Pero no dicen que cuando uno llega a este lugar, ¿todo es posible?
- Mi querido ingeniero: usted se equivoca. En este lugar sólo es posible ser feliz con su propio ser mientras dure esta etapa blanca. En diez días, tendrá su túnica roja y ya no necesitará mi guía. Estará listo para transitar al último círculo. Ese, donde las almas “navegan” solitarias; sin tener memoria, deseos ni sueños propios.
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