Segunda mención de honor en el Concurso de cuentos Leopoldo Lugones
de la Biblioteca y Casa de la Cultura de “El Talar”- Tigre, Buenos Aires – Argentina - 2008
Un 25 de diciembre de 1923 di a luz. Nunca supe si fue niño o niña. Mis hermanas mayores, Remedios y Pilar me ayudaron a parir, más bien, a arrancarme a mi hijo de las entrañas. A pesar de los dolores insoportables y el desgarramiento que sentía en ese momento, no me pasó desapercibido el hecho de que ambas en ese maravilloso instante para cualquier mujer, me maldecían.
Nuestros padres habían muerto y según ellas, era una bendición que no se enteraran de la vergüenza que su hija Magdalena, la menor y única pecadora de las tres, había hecho recaer sobre la familia. Sin embargo, ese parto dantesco en el cual sentía las manos brutas y los cuerpos pesados de mis hermanas resoplando cerca de mí, no sería la ciénaga más mohosa que me tocaría atravesar.
Un año y medio antes, había conocido a Atilio, un viajante montevideano varios años mayor que yo. Dueño de aquellos ojos demoledores y una sonrisa seductora, era proveedor de puntillas y encajes. Habitualmente nos visitaba en nuestra mercería, al frente de la casa. A mis diecisiete años sucumbí a sus encantos y nos ingeniamos para tener varios encuentros apasionados, a escondidas de mis hermanas, ambas beatas y por supuesto, vírgenes para el resto de sus vidas.
Tarde me di cuenta de que todas aquellas caricias, besos y promesas de amor para el futuro, que se concretarían en casamiento, eran un simple engaño a una soñadora muchacha de pueblo. No volvió más cuando supo que mi vientre, producto de nuestros arrebatos carnales, florecería. Desarropada mi alma y cuerpo, ambos se desbordaban en un estremecimiento desesperado de pánico y soledad. No podía contar con la
comprensión de Pilar ni de Remedios, quienes a pesar de tener diez y catorce años más que yo, no conocían nada de devociones amorosas, y mucho menos, de pasiones enloquecedoras; maravillosos fuegos interiores a los que una mujer se abandona por amor.
Para ellas sólo existían las llamas del infierno por los pecados carnales y las visitas a la iglesia para los rezos por la redención de sus almas si por un momento se les cruzaba algún pensamiento poco cristiano.
Me encerraron en mi cuarto, quedé aislada del mundo exterior durante seis meses, tapiaron la ventana y a todos los vecinos les dijeron que me habían enviado por un tiempo a Montevideo, a casa de unos parientes. Ni un rayo de sol me abrazó durante la interminable letanía de la espera.
En las horas que ellas permanecían atendiendo la mercería, me quedaba postrada en la cama, atada y con la boca tapada, porque ya había intentado gritar y llamar la atención de los vecinos. De a ratos se turnaban para ir a verme, llevarme la comida y que yo descansara de mis ataduras estando alguna de ellas presente. Prácticamente no me hablaban y tampoco me escuchaban. Fueron los primeros seis meses de aquella pesadilla que me transformaría para siempre, en un cáliz hermético de odios. Pedí a Dios que me ayudara pero no lo encontré o no supe dónde y como buscarlo.
Han pasado cuatro décadas desde aquella Navidad. En la misma fecha, con igual ritual antes de la cena, Remedios reza el rosario completo. No se saltea ni una décima del Ave María; Pilar llora con una melodía propia del arrepentimiento ahogado y yo, permanezco en absoluto silencio. Recién ahora, me atrevo a escribir la historia de este interminable calvario.
Encerrada en mi sombría habitación, con ventanas clausuradas para que nadie escuchara mis gritos de parturienta, finalmente mi hijo nació y antes de desvanecerme pude escuchar su llanto. Nunca lo vi; cuando desperté e imploré que me lo entregaran, Remedios me informó que había muerto a los pocos minutos de nacer. No le creí, pasé algunos días deambulando por la casa como un alma en pena en busca de un sosiego que no encontraba y rogando por la verdad. Ambas permanecían impávidas frente a mis reclamos, siempre con la misma respuesta y con la excusa de que había sido enterrado con todos los sacramentos, pero que para mi salud mental era conveniente que no me acercara a la tumba.
Una mañana de sol, caminaba por nuestro jardín encandilada ante tanta luminosidad, por primera vez, después del encierro. El verde de la vegetación y el calorcito de aquellos rayos tibios me parecían desconocidos, como si me abrazaran en un intento de darme paz. Una paloma se había posado en el borde del aljibe y me acerqué buscando intuitivamente un contacto con un ser vivo que no me hiciera daño.
Inmediatamente, al sentir mi cercanía voló a lo alto. La seguí con la mirada hasta perderme en aquel azul infinito. Cuando bajé la vista al fondo del aljibe vi un pequeño cuerpo de bebé flotando en el fondo. Un grito desesperado y ensordecedor salió de mis entrañas, atravesó la garganta y después de eso, enmudecí para siempre. Lo habían arrojado vivo; nunca más pude pronunciar una palabra en estos cuarenta años. Recién entonces mis hermanas se deshicieron definitivamente del cuerpo y ninguna prueba quedó a la vista.
Navidad tras Navidad, Remedios continúa rezando el rosario.
Pilar llora, mientras permanezco al lado de ambas; sin encontrar a Dios, en obligado y sepulcral silencio.
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