Medalla y Mención en el Concurso Literario Dr. Alberto
Manini Ríos de la Asociación de Escritores del Interior – AEDI - 2006
Cuando a papá lo trasladaron de su trabajo en Montevideo a la capital de Salto, pasamos a vivir en la Casa de Campo Teodolinda. Este era el nombre propio de la que fue nuestra antigua casona durante dos años. Solamente durante ese tiempo, porque todos, menos yo, la detestaban. Teodolinda forma parte de mis más queridos recuerdos de la niñez porque amaba las particularidades que ella nos imponía para vivir allí. Su espíritu transformador se consolidaba con el mío, formando uno solo.
A varios kilómetros del centro urbano, en un predio solitario rodeado de un cinturón de árboles que parecían tocar el cielo con sus ramas, rodeada de vegetación espesa y agreste, se erguía vieja pero majestuosa. Cubierta por una bruma rosada día y noche, nos condicionaba a escuchar sus ecos propios que se desparramaban por todas las habitaciones como si fueran ondas de arrullos oníricos.
Para mamá y para Carlitos, mi hermano, todo allí era tristeza. Tristeza y miedo. Cada día insistían continuamente en que nos marcháramos. Justo cuando abuela murió, lo lograron. Tampoco ella aceptaba lo que la familia llamaba “ambiente desfigurado de nuestra convivencia” y que para mí era motivo de encantamiento y de los momentos más pletóricos de aquellos años.
En Teodolinda vivíamos en dos pisos. Una planta baja espaciosa que incluía cocina, baño, living-comedor y el escritorio de papá. Un jardín al fondo donde solíamos acostarnos en el césped, mientras abuela nos leía cuentos los días que el sol salía y nos acurrucábamos con ella como gatitos mimosos. En la planta alta, cuatro dormitorios y otro par de baños.
No me molestaba en absoluto, que dentro de la casa no existiera un tiempo ni una hora definida. Quiero decir que en cada habitación era una hora distinta, porque Teodolinda estaba situada justo en el medio del día y la noche, mitad para un lado y mitad para el otro. Mientras en la planta baja era de día, en la alta era de noche y cuando en la alta amanecía, en la baja anochecía. El tiempo era incierto, pero nuestro. Manejable. Lo pasado podía volverse futuro si ese era mi deseo y si el presente, no me complacía, podía volver al pasado. Bastaba con cambiarnos de habitación o de piso. Esa aptitud de simple traslado de un lugar a otro de la casa y de poder así manejar los odiosos relojes que corrían aprisa cuando estábamos en lo mejores momentos, me hacía sentir radiante.
Mamá nunca se adaptó a vivir de esa forma a lo que de vez en cuando se le sumaba algún que otro susto. Una mañana nuestra perrita Pinky tuvo cachorros. Mamá tomó a uno de ellos y se precipitó escaleras arriba con él en brazos para mostrárselo a papá. Al llegar al dormitorio, el cachorrito desapareció de sus brazos y el espanto se apoderó de ella. Nunca aceptó que en la planta alta era la noche anterior. Por lo tanto, el cachorro todavía no había nacido.
Cuando llegaba la Navidad y Papá Noel nos visitaba, podíamos recibir sus regalos varias veces, ya que a cada pocas horas eran las doce en una habitación diferente. Otra de las dulzuras de Teodolinda era su generosidad de permitirnos elegir entre la lluvia y el sol. Al igual que con el tiempo cronológico, cuando abajo llovía, arriba había sol.
A mamá le enfurecía que cuando recibíamos las visitas nocturnas de tíos y primos en el living, a la mañana siguiente, al levantarse, se los encontraba en algún baño donde todavía era de noche.
Finalmente mis padres decidieron, contra mi voluntad, abandonar a Teodolinda y volver a Montevideo. En la mañana anterior al día de la mudanza encontramos a la abuela sentada en el sillón del jardín con los ojos cerrados. Parecía dormir plácidamente con un libro de cuentos en sus manos y una sonrisa de ternura muda. Lívida, y helada. Ya no regresaría con el resto de la familia a Montevideo.
Inmediatamente, subí las escaleras y fui a su dormitorio. Era la noche anterior. La encontré cantando una vieja canzonetta italiana que habitualmente le alegraba la vida. Reminiscencias de su pueblo natal, al tiempo que se ponía un camisón celeste con puntillas blancas; su favorito. La abracé fuerte. Reímos. Le pedí que me contara historias de su juventud y que la noche entera permaneciéramos juntas. En vigilia, sabiendo sólo yo que era la última y que la muerte poco a poco se iría instalando. Y por única vez, deseé con toda el alma que nunca amaneciera.
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