sábado, 21 de junio de 2008

LA MESA DE LOS INUTILES

Finalista en el concurso de narrativa de la Editorial Puente de Letras (León-España 2009)
Publicado en el libro "Relatos bajo el puente 3" Diciembre 2009

Después de todo, era un hombre inútil. No se perdía mucho si dejaba de respirar de un momento a otro. Si me fabricara mi propio diccionario, la acepción de inútil estaría escrita así: “Perteneciente a la raza humana. Animal pensante que carga con el amor como una bolsa de arena remolcada” y “animal pensante que se deja transformar en grano fácilmente desechable dentro de cualquier cloaca”.
Eso fuimos nosotros, dos inútiles.
Cara de ángel, abrazo verdiazul, embelesaba sutilmente mi paupérrima inteligencia. Seducción por cuenta gotas, con delicadeza, hábilmente calculada para cazar a la presa. El hombre es actor. No menos expectante me encontraba yo. Comencé a ansiar su acercamiento, producto de su “performance” en la cual éramos seres sazonados por muchas afinidades y coincidencias en nuestras vidas. Poco más que almas gemelas.
Ambos cenábamos en aquélla mesa, la que ahora, pasados unos meses sin vernos llamo la mesa de los inútiles.
Decidí invitarlo a cenar una vez más. Quedaban temas pendientes por hablar cara a cara. Un buen plato de pasta y una cerveza eran suficientes para quien se preciaba de que el alimento era algo necesario para sobrevivir, pero no elemento de disfrute personal. Aceptó la invitación.
En ese lapso de distanciamiento, la mesa de los inútiles había sido habitada sólo por mis recuerdos de tiempos felices. Evocaciones inmóviles y enlutadas por un cúmulo de anhelos aniquilados que provenían de aquella mirada aparentemente cristalina. Sus ojos ocupaban todo el largo y ancho de la mesa. Me perseguían desde la lejana ausencia hilvanando desalientos en el diario vivir. Necesitaba cerrarlos para que dejaran de emitir esa luz que enloquecía mis sentidos.
Mientras se hervían los sorrentinos de jamón y queso, llené su vaso con cerveza agregando barbitúricos de acción ultracorta. Se quedó dormido y aletargado. Tomé su cabeza con ambas manos, rozando con los dedos ese pelo que tanto adoraba acariciar y la incliné hacia atrás. Sus labios de azúcar morena estaban entreabiertos. Rememoré sus besos generosos transitando mi cuerpo una y otra vez. Sin embargo mis manos no vacilaron. Ubiqué su boca apuntando al techo. Separé sus dientes con mis dedos e introduje entre ellos un embudo en dirección a la faringe. Había estudiado cómo hacerlo para que los alimentos no se deslizaran en dirección a los pulmones. Al instante, tuvo un leve reflejo de vómito, atemperado por el efecto de atontamiento de los somníferos. Introduje en el embudo el contenido de un recipiente lleno de granos de arena, trigo y cebada. Recordé poner también unos pocos granos de centeno, sobrantes del pan casero que al desalmado solía merendar. Agregué bastante agua, medio litro de vaselina líquida y dos tazas de sal gruesa, directo del embudo a su estómago. Estoy cuidándote para que no tengas accesos de tos si la mezcla pasa por tus vías respiratorias. Dormí tranquilo…estoy velando tu sueño…
Terminé de cocinar la pasta y la serví para ambos. Mirá cariño, platos de porcelana inglesa para nuestra cena. Lo mejor de mi vajilla para nuestro re-encuentro; aplicaciones pintadas a mano con suaves pinceladas color bordó en forma de arabescos. Pero él nunca apreció una buena comida, ni mis desvelos por esperarlo con una cena a la luz de las velas intentando que todos los preparativos se transformaran en la velada perfecta. Noches lujuriosas llenas de romanticismo. Las palabras sobraban. Pasado el tiempo, requirió que fuera la mujer perfecta, poniéndome a prueba una y otra vez. Tres veces me avergonzó. ¿Quién carajo te crees que sos? Tus ojos yacen a lo largo y ancho de mi mesa, me persiguen sin tregua hasta el dormitorio aderezando mis noches de insomnio con intervalos de atronadoras pesadillas. Al rato, el dolor lo despabiló. En su rostro se implantó una mueca de terror. Las cuencas de sus lindos ojos comenzaron a hincharse.
—¡Tengo sed…¡tengo sed! ¡Por favor agua! ¡Me quemo!
—¿Tenés sed?
Se incorporó como pudo y fue a la cocina. Se prendió al pico de la canilla y tomó de ella largo rato. Tropezó y cayó al piso de baldosas blancas, justo allí donde habíamos hecho el amor por primera vez. Intentó infructuosamente levantarse, su vientre tomaba cada vez más volumen. Sus fuerzas flaqueaban. Lloraba, implorando que llamara a una ambulancia. ¡Basta!, no llores, no vomites, no voy a dejar que te metas los dedos en la garganta. No voy a permitir que te alivies. ¿Podrías de una vez quitar de mi mesa tus ojos falsos que me persiguen todo el día? Se volteó de costado, siempre en el reluciente piso blanco, entre pataleos y convulsiones. Su inmaculado rostro de arcángel se fue tiñendo de morado. ¡Por fin te quedaste quieto, mi querubí! Me acosté a su lado para contarle una vez más cuanto lo amaba y para acompañarlo una media hora mientras su cuerpo se iba enfriando. Había escuchado que un cuerpo demoraba unos treinta minutos en
helarse luego de que el corazón marcaba el último latido.
Treinta…veintinueve…veintiocho, era el tiempo máximo que tenía para abrazarlo hasta que el mismo estuviera totalmente frío. Tapé nuestros cuerpos con una frazada, pegué su espalda a mi pecho anudándome a sus piernas, como tanto nos gustaba hacerlo. De pronto, se incorporó abruptamente y me tomó del cuello. Me desprendí y con una fuerza inusual de mi brazo diestro, le clavé en la tráquea un cuchillo que pude tomar de la mesa. Inmediatamente escuché un silbido parecido al de un globo que se desinfla. Tuve deseos de abrirle el pecho, arrancar su corazón y probar un pedazo para saber qué gusto tenía ese órgano que en un buen tiempo palpitó con el mío a ritmo acompasado y que luego pasó a ser producto congelado en freezer. No lo hice, era una pena que el fulgurante piso blanco se llenara de sangre. Ya estábamos suficientemente sucios. Sólo me di el gusto de cerrar sus párpados que besé con la misma dulzura que solía hacerlo antes de dormirnos. Encendí un cigarrillo, tragué algunas bocanadas de humo y lo apagué en sus párpados. Detesto a los hombres negadores de sus sentimientos. Mi vida, me encantaría que tuvieras una buena sepultura, ¿sabés? Entonces dejaría tu cuerpo enterito, con tus mejores atributos. Hubiese alcanzado sólo con una cuchillada y un clavo martillado en tu cabeza. Ir a tu velorio para acompañarte en el último tramo y ver si el cadáver es velado con el clavo en la cabeza.
La motosierra trozó el cuerpo en varias partes. Lo introduje en bolsas de basura y fui a la barbacoa. Metí los pedazos en el horno de ladrillos refractarios y lo encendí. Gracias a su carácter reservado, no le había contado a nadie que venía a cenar conmigo. Era noche cerrada, el humo espeso producto de la cremación no llamó la atención de vecinos ni transeúntes.
Me tomé un Martíni con limón y me fui a dormir. Los sorrentinos permanecían allí, sobre los platos poblados de salsa roja, con sus “rostros” fríos, desencajados por la fatiga de tanta espera. La mesa por fin, había recobrado su superficie lisa y castaña, deglutiendo la imagen de sus ojos persecutorios hasta hacerlos evaporarse.
A la mañana siguiente, rescaté del fondo del horno parte de la dentadura, ya ennegrecida. La limpié con patético esmero, la puse en una bolsita de terciopelo azul (su color predilecto) y la guardé como souvenir envuelta en mi soutién de lycra rojo. Ese, mi vida, que ya no usaré más y que tanto te gustaba quitarme con los dientes.