Tercer premio en el Concurso Literario Dr. Alberto Manini Ríos de la Asociación de Escritores del Interior – AEDI - 2005
Un silencio denso, abrumador y casi irrespirable, inundó el quirófano. Ese lugar tan nuestro, livianamente blanco, habitado por frecuentes sonrisas y abrazos después de cada nacimiento, de repente se tiñó de claroscuros. Imperaba el espanto, la angustia, y por primera vez, el deseo de que la muerte superara a la vida.
Todos sabíamos lo que debíamos esperar. Sin embargo esa mañana, la realidad delante de nuestros ojos pudo más que todo lo imaginable. Vi a todo el equipo médico en una reacción colectiva de rechazo, o más bien, de un profundo miedo.
—¿Qué es ésto? ¡Que alguien me ayude! —exclamó con desesperación el obstetra.
Fue la primera vez en tantos años de trabajar a su lado, que su voz me llegó en una forma de aullido desesperado, mientras sus ojos se salían de las órbitas y las manos quedaban inmóviles, petrificadas ante esa masa de carne resbalosa en la cual en un primer momento, no se distinguía forma alguna.
Sala de Partos. 26 de abril de 2005. Paciente: María del Socorro Ramos, primeriza, 37 años. Embarazo controlado. Diagnóstico por ecografía prenatal: Anencefalia y malformación facial. Sexo: masculino.
María del Socorro le dio el nombre de Christian Ängel. Me llevó diez días memorizar ese nombre. No podía recordarlo. Mi mente sólo vagaba en ese pedazo de carne con la parte posterior del cráneo sin cerrar, la ausencia de huesos en las regiones laterales y anterior de la cabeza, y una boca que no se cerraba completamente, sino que dejaba una abertura que se extendía hasta la cavidad nasal. Anencefalia, es decir que no tenia cerebro, sumado a defectos cardíacos congénitos, era lo mismo que decir incompatible con la vida.
Finalmente el obstetra lo tomó del cuello, lo extrajo y me lo entregó.
—- Dios mío...¡qué horror! —murmuró.
No era un bebé; al observar la magnitud de su malformación deseé que no estuviera vivo. Lo trasladamos hasta una incubadora, e indiqué que le colocaran una sonda para alimentarlo.
—¿Para qué? —preguntó un enfermero. ¿Cuánto tiempo podrá sobrevivir?.
Hacía diez meses que María del Socorro y Francisco se habían conocido. El embarazo fue casi inmediato. El no quería que continuara pero ella deseaba inmensamente tener un hijo. Por ignorancia, recién al quinto mes consultó la posibilidad de una ecografía. Con una inocencia que daba pena y apretaba el corazón de cualquiera, preguntó:
—Me dicen que mi niño tiene problemas en la cara, y posiblemente en las manitos y piecitos ¿pueden sacarlo?
Le informaron entonces que tenia que buscar un abogado y hacer el pedido al juez. Consiguió el formulario, pero algo extraño ocurrió cuando lo llevó al Juzgado. Al llegar no encontró el papel, volvió a los lugares donde había estado previamente a preguntar y no apareció.
—- “¿Se me habrá volado?” —pensó.
— Bueno, si se me voló es porque no tiene que ser.
Esa misma noche, soñó que su feto le mostraba la cara y le decía:
—Voy a apoyar la carita sobre tu panza para que me veas, a través de la piel. Solamente mi ojo es diferente al de todos, en lo demás, soy igual a papá. Mírame, ¿si? Quiero vivir, me siento solo.
Después del incidente del formulario y de que su feto le implorara la vida, volvió al obstetra y le comunicó que decidió seguir adelante. Francisco la abandonó. Desapareció como si se lo hubiese tragado la tierra.
En los días que transcurrieron dentro de la incubadora, Socorro le puso ropas hermosas que compró durante el embarazo. Los bebés en situación de riesgo permanecían casi desnudos; la ropa era un obstáculo para la acción médica en caso de emergencia. Sin embrago, nadie le impidió vestirlo, porque no lo concebíamos ni como bebé y mucho menos como hijo. Para nosotros, ni siquiera tenía nombre. Lo llamábamos “el anen”, de anencefálico.
Sin embargo, “el anen” no sólo no moría, como los dictámenes médicos lo vaticinaban, sino que su madre lo vestía de gala.
Los días transcurrieron; sólo recordaba el apellido. El nombre se me volaba. ¿Cómo el formulario a Socorro? Tampoco podía mantener la vista sobre él más de cuatro o cinco segundos. La ausencia de su cara, de gestualidad y de su mirada, me generaba una sensación de perplejidad sobre lo que estaba viendo. Eso me pasaba en los momentos que estaba sola con él. Cuando estaba con su madre, mi mirada se dirigía hacia ella y me asombraba verla interactuando con su “anen”, con un amor inmenso, como todas las madres. Evidentemente no estábamos viendo lo mismo. El día que percibí eso, su nombre no me se borró más, pero aun así, no podía pronunciarlo.
Comenzaron a transcurrir también los meses. Increíblemente, o por milagro, él continuaba vivo y aumentando de peso. Socorro no toleraba la indicación médica de que únicamente se le brindara sostén nutricional y para nosotros, era muy duro mantener esa indicación, sabiendo que absolutamente todo era inútil.
- Doctora, yo siento en lo más profundo de mi alma, que Christian está bien, pero se siente solo y tenemos que hacer algo por él. ¿Se le puede arreglar la boca para que pueda comer?
La cirugía era impracticable. Nunca podría comer, no tenía posibilidad alguna de succionar.
Tampoco yo podía soportar más esa sensación de que nada era posible hacer. Esa angustia de Socorro me acompañó durante días y noches, sin descanso, también en mis propios sueños. Ella le veía su sonrisa. ¿Cómo explicarle que no podía sonreír cuando no tenía labios ni boca?
—Sonríe sí. Cuando lo acaricio, aparecen hoyuelos en las mejillas —decía la esperanzada mujer.
Indudablemente, que gracias al “anen”, ella había entrado al mundo de las madres.
Todos los días me preguntaba: “ ¿Hasta cuándo? ¿Morirá hoy? ¿Porqué no quitarle la sonda alimenticia de una vez por todas?”. Su progenitora nunca aceptaría ayudarlo a morir. Asesinato, era la respuesta en caso de hacerlo y no podría cargar en mi conciencia con semejante peso, aunque lo deseara con toda el alma.
Sabíamos que nunca se desarrollaría, aunque continuara creciendo en tamaño y peso. ¿Qué importancia tenía nuestra opinión y la de los libros, si para la madre era su hijo?
Largo fue el proceso de llegar a reconocer que continuaba vivo, no sólo por la sonda a la que estaba conectado, sino porque su madre con su presencia y cuidados le infundía vida. Era la única respuesta posible.
Lo acompañamos durante siete interminables meses hasta que su corazón marcó el último latido, en brazos de su madre.
Pocas horas antes, me pareció que había incorporado unos “ruiditos”, que no puedo asegurar si venían de la laringe. Sólo Socorro y yo los escuchamos. Así dialogamos con él,
cada una con su propia interpretación. Intuí que Christian se despedía y había que preparar a Socorro, porque el momento final se acercaba.
Entonces me percaté de que mis labios pronunciaban su nombre por primera vez. Sí... Christian...
Lo que había estudiado en los libros quedó atrás. Una parte del sentimiento maternal de su progenitora se había introducido dentro de mí, porque también mis ojos terminaron por verlo sonreír. Ese ser humano con sus características particulares y diferentes al resto, pudo regalarnos una sonrisa antes de su partida, para transmitirnos que ya no estaba solo.
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